La vida de la Garbo, eternamente llamada la ‘esfinge sueca’, posterior a su carrera cinematográfica, estuvo caracterizada por un hermetismo que, paradójicamente, acabaría por reforzar su leyenda. Distante en pantalla pese al carácter apasionado de muchos de sus personajes románticos, trató con la misma frialdad a la prensa posteriormente, negándose a conceder entrevistas y huyendo lo más lejos posible de su propio mito. En 1954, por ejemplo, se negó a ir a recoger el Oscar honorífico que le concedió la Academia de Hollywood después de haberla nominado varias veces sin resultar premiada. Por una parte, estaban las habladurías de su amistad con la poetisa Mercedes de Acosta, una de las pocas que tuvo la suerte de conocerla a fondo siempre que ella se lo permitió. Se habían conocido en 1931, cuando Garbo acababa de finiquitar su relación con su partenaire de la pantalla, John Gilbert. La diva sueca mantuvo su contacto con ella en secreto y se veían en lugares recónditos y en vacaciones pactadas. El objetivo de tanto secretismo era que la prensa jamás tuviese la osadía de molestarlas. Aunque es bien sabido que De Acosta le envió a la diva cartas de amor hasta mediados de los años 40, con el paso de los años se ha puesto en tela de juicio que ella correspondiese alguna vez esos sentimientos. Sin embargo, la prensa siempre dio por cierta la bisexualidad de la actriz. Fue difícil conocer romance alguno o detalle fidedigno de su periplo vital una vez que dejó el cine. En 1976 la revista ‘People’ publicó imágenes suyas nadando desnuda. Habían sido captadas por teleobjetivo y le molestaron tanto como cuando el diseñador Cecil Beaton la mencionó en sus memorias y contó detalles de su amistad con ella. Le molestó tanto que nunca volvió a hablarle. «Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie», llegó a decir en una ocasión. Enferma de diabetes, aficionada a navegar en el barco del mismísimo Onassis, siempre recluida en su apartamento de Nueva York, no era tarea fácil realizar fotografías a la que antaño fuese la Ana Karenina o la Reina Cristina de Suecia de la gran pantalla. Los que tenían la suerte de compartir su amistad aseguraban que jamás se vanagloriaba de sus días en Hollywood y mucho menos se arrepentía de haberse retirado a los 36, justo después de protagonizar ‘La mujer de las dos caras’, un fracaso en toda regla; la película que intentó quitarle su misticismo y ‘americanizarla’ con el fin de hacerla más accesible y más comercial para el norteamericano medio. La diabetes y una neumonía acabarían con su vida un 15 de abril de 1990. La muerte silenció para siempre a la Divina, que se fue de este mundo tal y como había pasado por él, siendo el mejor ejemplo de que la curiosidad de los demás siempre será mayor cuanto más te ocultes de ellos. Con 84 años y dejando en los cinéfilos el recuerdo de la belleza del dolor que ejemplificó en sus personajes románticos, la estela de una mirada lánguida y misteriosa, se fue para siempre. «La vida sería maravillosa si tan solo supiésemos qué hacer con ella», dijo una vez.
Fue la curiosidad humana, unida a su magnetismo, fotogenia y magníficas interpretaciones, la que la convirtió en una leyenda del siglo XX: la que rió a carcajadas gracias a Lubitsch y su ‘Ninotchka’, la que puso ‘cara de nada’ al final de su ‘Reina Cristina’, la que habló en ‘Anna Christie’. «Lo que un borracho ve en otras mujeres es lo que ve alguien sobrio cuando contempla a la Garbo», dijo alguien para tratar de definir su magia. El tiempo, juez imperecedero, ha demostrado que su mito seguirá igual de vivo en el siglo XXI. Quinta Avenida. Una tarde cualquiera de la década de los 80. Los paparazzi que trabajan en la ciudad preparan sus escondrijos para fotografiar a la leyenda del cine más esquiva: Greta Garbo. Con una melena larga y canosa y unas enormes gafas de sol, la actriz pasea discretamente por la calle. Nadie imagina que, tras esa imagen, se esconde una de las grandes divas de la historia del cine, la sueca que llegó regordeta y provinciana al Hollywood de 1925 y se retiró del cine a los 36 años, apenas dieciséis años más tarde, convertida en una diosa inmortal. Su celebérrimo ‘I want to be alone’ nunca tuvo tanto sentido como entonces. Su retirada empezó dos años antes, con una sonrisa. Fue Ernst Lubitsch el director que más se arriesgó al convertirla en una actriz de comedia en ‘Ninotchka’ (1939) y ella le devolvió el favor cuando demostró su destreza cómica con esa sonora carcajada que exhibe ante la caída de Melvyn Douglas de una silla en mitad de un restaurante. No hizo falta ni el sobado lema de ‘Garbo ríe’ para que la película fuese todo un éxito. Sin embargo, la Metro, temerosa del bloqueo de sus películas en una Europa que ya veía venir la Segunda Guerra Mundial, intentó americanizarla en otra comedia, ‘La mujer de las dos caras’ (1941), de George Cukor. Tanto que la hacían bailar rumba y le rizaban su lánguido cabello. Ahora sí estaba claro: la ‘poesía Garbo’ había muerto. Después de ver el desastre, un crítico de ‘TIME’ dijo que ver a la Garbo en esa película había sido «tan violento como ver a mi propia madre borracha». Ese fue su canto del cisne profesional. Tenía 36 años y todo el tiempo del mundo por delante. Se retiró con 36 años y nunca dejó de pronunciar su famoso ‘I want to be alone’, que la hizo célebre en las películas del Hollywood más clásico.
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