
En 1911 la industria del cine se instala en Hollywood. Allí, tres pioneros del cine obsesionados con la perfección en el diseño de vestuario dieron un paso decisivo. En los comienzos del cine, el trabajo de figurinista o costume designer se dejaba en manos de aficionados y advenedizos. Las llamadas «vestidoras» se encargaban de recabar, como buenamente podían, el vestuario necesario para cada película. En muchos casos eran los actores los que llevaban su ropa de calle al rodaje. Si la película era de época, alquilaban un traje en una sastrería de las que abundaban en Broadway con los consiguientes gastos y quebraderos de cabeza. Robert LaVine ha demostrado que las actrices de antaño que tenían un guardarropía más rutilante conseguían mejores papeles. Todas las aspirantes a estrella fueron conscientes de lo útil que era tener en casa un repertorio de vestidos tan surtido y apabullante. En ocasiones, los primitivos estudios de cine contaban con camerinos comunes donde los actores podían elegir el atuendo para cada escena. Eso les hizo aguzar el ingenio para encontrar prendas que les hicieran salir lo más favorecidos posibles o que les distinguieran del resto de los demás actores o actrices. De una de esas elecciones surgió, por ejemplo, el personaje de Charlot. En esos prometedores, aunque inciertos comienzos, tres pioneros del cine, obsesionados con la perfección, Adolph Zukor, David W. Griffith y Cecil B. DeMille, dieron un empujón a la situación. Buenos conocedores de los resortes para hipnotizar al público deciden que hay que dar mayor importancia al vestuario, como se venía haciendo desde siempre en el teatro, y que por tanto necesitan contar en Hollywood con especialistas que sepan lo que se traen entre manos. Zukor, un productor húngaro de origen judío fue el primero que inculcó la idea de que el cine tenía que tener diseñadores de vestuario. Su mayor aportación, en este sentido, fue empeñarse en comprar los derechos de la producción francesa “Los amores de la reina Elisabeth” (1912) para que pudiera ser vista en Estados Unidos. Su protagonista, Sarah Bernhardt, aparecía deslumbrantemente vestida por Paul Poiret y Zukor estaba convencido que el público americano quedaría cautivado. La contribución de Griffith a la profesionalización del trabajo de los figurinistas fue, si cabe, aún más importante. Preocupado por que sus películas alcanzasen la mayor calidad posible, introdujo en Hollywood la práctica de crear un vestuario diferente para cada filme. El cambio fue paulatino y al principio pervivieron algunas estrategias del pasado. Así, en El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915) la protagonista, Lillian Gish, aún lleva vestidos hechos por su madre. La propia actriz, que sabía muy bien lo que encajaba con sus personajes, ayudó dando ideas sobre las hechuras y las telas apropiadas para cada escena. Incluso, la mujer del director, Linda Arvidson, si llegaba alguna actriz solicitando un papel, le decía que no tenía, pero sí le podría pagar hasta 5 dólares, si le prestaba el sombrero mientras se filmaba la película. Estas prácticas caseras se compaginan ya en El nacimiento de una nación con una decisión revolucionaria: Griffith encarga una parte del vestuario a Clare West, la primera diseñadora de la que tenemos noticia contratada para este efecto. Aunque West, según consta en la IMDB, había nacido en Kansas en 1889, después de sus estudios se trasladó a París, para completar su formación, lo que le ayudó enormemente a que se la respetase desde el principio.






El primer filme de la historia para el cual se crea un vestuario específico para cada actor e incluso para la mayoría de los 3.000 extras que participaron es “Intolerancia”, un drama de dimensiones descomunales que Griffith dirige en 1916 y que, aunque en su día le llevó a la ruina, cambió la historia del cine. Intolerancia se convierte en la primera película de época vestida enteramente bajo la supervisión de una profesional. Clare West fue nombrada con ese fin studio designer y, para estar a la altura, no dudó en emplear dos años íntegros de su carrera. Por primera vez se hicieron trajes tan esplendorosos y despampanantes que no pudieron usarse en la vida real. Había nacido un vestuario específico para el cine iniciándose con ello la construcción del glamour en el cine americano. En 1918 otro gran director de películas épicas del cine mudo, Cecil B. DeMille, hombre cultísimo y especialmente atento a los detalles que tenían que ver con la dirección artística, hizo que el todavía pequeño estudio Famous Players-Lasky (reconvertido en 1927 en Paramount Pictures) contratase en plantilla ya de forma estable a Clare West, en cuyo deslumbrante talento, igual que Griffith, confiaba plenamente. El hecho de que Gloria Swanson, que era por entonces la estrella polar de la casa, también estuviera encantada con los diseños de West, contribuyó y no poco a la estabilidad de su puesto. West trabajó en diez películas para DeMille, incluida Los diez mandamientos (1923), todo un récord de permanencia en unos inicios que como arenas movedizas eran por definición inestables. Muchas de esas películas eran históricas, por lo que West puso en pie un extenso archivo en el que poder investigar en profundidad cada época que le era confiada. Cuando DeMille tuvo que rodar Male and Female (1919) convenció a Zukor de que había que traerse como fuese a Paul Iribe de París, para que colaborara con West en el diseño de vestuario y se encargara además de la decoración del set. Iribe tuvo a su cargo el vestuario de Swanson y West. El resultado de aunar dos talentos tan portentosos fue fascinante y tuvo una influencia decisiva en la Edad Dorada de Hollywood. DeMille reclutó, además, al que años más tarde se conocería como «el Miguel Ángel de los zapatos»: Salvatore Ferragamo. El pequeño y sagaz italiano inventó entonces las sandalias “a la romana” que luego pusieron de moda las actrices. Diseñó además una infinidad de modelos que llamó alegremente “bíblicos”, ya que en los libros que consultó solo encontró vagas referencias y tuvo que dejar que su imaginación se despeinara a lo grande. El resultado fue un calzado que a todo el mundo le pareció tan auténtico como el mismísimo rey Salomón. En esos años además de crear un pequeño departamento de vestuario con su diseñador jefe a la cabeza y una pequeña biblioteca especializada en indumentaria histórica, los grandes estudios convirtieron en asidua la colaboración con diseñadores de moda europeos. Una de las más solicitadas fue la británica Lucile muy conocida en su tiempo por ser una de las pocas supervivientes del Titanic que vistió la Belle Époque del cine mudo con una elegancia y una sofisticación deslumbrante. Para la consolidación de la profesión fue muy útil también la importancia que le dieron al vestuario los fundadores de los grandes estudios. No olvidemos que Louis B. Mayer (MGM) fue zapatero, Sam Goldwyn (MGM) guantero y Zukor (Paramount) peletero. Por otra parte, la fundación en 1912 de la Western Costume Company y que aún hoy sigue siendo considerada el armario más grande del mundo con más de 11.000 m2 de almacenes saturados de trajes, fue una ayuda impagable para el despegue del sistema. Aunque el reconocimiento del trabajo de los figurinistas fue lento hasta mediados de los años 20 no empiezan a aparecer con regularidad en los títulos de crédito el proceso era ya imparable. Con El cantor de jazz (Alan Crosland, 1927) acaba la era del cine mudo y comienza la Golden Age o Edad de Oro. A partir de entonces, en Hollywood todo empieza a ser más grande que la vida. Los diseñadores de vestuario que habían trabajado en la sombra durante años ahora brillaban como candelas romanas. Una nueva manera de hacer cine se abría paso. No fue hasta 1949 cuando se entregó el premio “Oscar” en la categoría de Mejor diseño de vestuario.