LA SEMILLA DEL DIABLO o ¡qué le pongan la epidural!

Leviatán, Demonio, Belcebú, Satanás, Lucifer, Diablo… Llamémosle cómo queramos, pero absurdo sería no reconocer que la criatura en cuestión nos atrae… ¡Y de qué forma! Hasta el punto de que, durante una época, muchas de las pelis, ahora imprescindibles para los amantes del cine de terror, parecieron encontrar en su latente presencia un filón a la hora de intentar atemorizar al personal. Así, aunque hubo no pocas aproximaciones al cine  satánico,  “La semilla del diablo” de Rajmund Roman Thierry Polanski, de 1968, para la mayoría de los autores, es la que inauguró el subgénero en cuestión. Y es que aquella historia sobre el embarazo más atípico y original de la historia del cine, ya se presentó de forma formidable, cuando , vaya usted a saber por qué y debido a esa manía de los distribuidores españoles de andar cambiando los títulos originales por otros más…, como digo, se les ocurrió transformar el casi angelical título original de “Rosemary´s baby”, cuya traducción literal sería tan poco intrigante como “El bebé de Rosemary”, por otro un poco más elocuente “La semilla del diablo”… Igualito, vamos.

Rosemary, Mia Farrow, se muda junto a su marido a un apartamento sobre el que pesa una maldición de brujería, ¡Ya estamos con las maldiciones! En él encontrarán a una pareja de ancianos tan impertinentes como misteriosos (ella magistralmente interpretada por Ruth Gordon, cuyo diabólico desparpajo le valió el Oscar a la actriz de reparto), que sutilmente les guiarán hasta las cavernas del maligno, aunque ellos no lo saben, ¿O sí? Y es que en la ambigüedad del desarrollo de la historia, radica el gran atractivo argumental de la cinta,    pues hasta muy entrado el final no sabremos si lo que está ocurriendo es cierto o si Rosemary está como una cabra… (¡Qué gran película “El día de la Bestia”…) Los hechos se suceden, unas veces estrafalarios y otros tan  inquietantes, como el  sueño  en  el  que  Rosemary es violada y ¿Preñada? por el procedente del averno, pasando por el embarazo y repentino cambio en la suerte del mediocre actor que tiene como esposo, quien de repente empieza a conseguir los mejores papeles, hasta llegar al apoteósico final, en el que, una vez desposeída de su retoño, le hacen creer a la desconsolada madre, que el mismo murió en el parto. ¡¡¡Craso error!!! Pues Rosemary, que andaba muy bien del oído, escuchó el llanto de un recién nacido, proveniente del apartamento de los vecinos, y cuchillo en mano entró en él, para descubrir que en aquella preciosa, a la vez que tétrica y fúnebre cuna, se escondía su pequeño y en vez de acabar con él, decide acunarlo, ¡Lo que viene siendo una madre!



Siempre se dijo que de los rodajes más caóticos resultaron películas estupendas, lo que se confirma en el que nos ocupa. Las tensas relaciones entre el peculiar Polanski y alguno de los actores (con John Cassavetes, protagonista de la peli, por ejemplo, quien al parecer sólo había aceptado el papel para poder financiar su proyectos como incipiente director independiente), fueron no tormentosas, sino más bien lo siguiente. A este hecho se unió, el suplicio por el que atravesó Mia Farrow durante todo el rodaje. Recién casada con nada más y nada menos que Frank Sinatra. Para ella la producción sí que resultó demoniaca. Su popular y arrogante esposo no aceptó la fama que ella estaba empezando a ganar y le exigió abandonar el rodaje con la excusa de que este se estaba demorando, lo cual retrasaría uno próximo a comenzar en el que Mia sería su partenaire. Ante la negativa de la actriz, La Voz, ni corto ni perezoso, le presentó  el divorcio en mitad de la filmación de una escena, ¡Eso sí que tuvo que ser una gran escena!  Se cuenta que la depresión en la que Mia cayó, le benefició, pues consiguió trasladar todo su dolor a un personaje que hasta entonces parecía demasiado timorato. Por supuesto que los productores aprovecharían cada suceso, más o menos real, acaecido durante   la   producción, aderezándolo con cualquier estrambótica historia acerca de maldiciones y embrujos, para darle la mayor publicidad posible a la película, y conseguir despertar ya no sólo la curiosidad del cauteloso público americano, también su miedo a lo irracional y desconocido que a fin de cuentas es el que vende las entradas. No era técnica nueva, pues ya se había inaugurado en aquellas maravillosas películas de terror de la Universal de los años 30, y se heredaría, para éxitos venideros como las imprescindibles “El Exorcista” o “La Profecía”.

Así, se puso en marcha toda la maquinaria propagandística de la Paramount y se extendió a diestro y siniestro, que si Sinatra por aquí, que si Polanski por allá. En cuanto el cotilleo empezaba a perder fuerza, rápidamente salían a la palestra los enigmáticos acontecimientos que “inexplicablemente” estaban ocurriendo durante la filmación, como la muerte del compositor de la banda sonora, por ejemplo. Pasando a tomar un protagonismo fulgurante el famoso edificio Dakota de Manhattan, en el que se filmaron algunas escenas de exteriores,  que arrastraba su propia leyenda, pues en sus carnes se habían suicidado varias personas  (años después se haría definitivamente imperecedero, pues ante sí fue asesinado John Lennon en 1980, ¡Ver para creer! Un edificio tan protagonista o más que cualquiera de los actores). Total, que la película ya estaba maldita, ¡Cómo para no ir corriendo a verla! Maldición que en  la mayoría de los casos, y con el paso de los meses, se hubiera ido difuminando, de no ser por lo ocurrido un año después con el crimen de la esposa del bueno de Roman, Sharon Tate, en aquel macabro suceso que conmovió a América, en el que, en un ritual satánico, fueron brutalmente asesinadas siete personas a cargo de Charles Manson, entre ellas como digo, la embarazada mujer de Polanski. Sea como fuere “La Semilla del Diablo” fue un éxito mayúsculo de crítica y público y, a pesar de la censura a la que se vio sometida en países tan liberales como el nuestro o el suyo, el populacho, ávido de miedo, acudía en masa a las salas de cine. Sin quererlo, además, se estaba plantando una “semilla” que posteriormente germinaría en películas  tan  imprescindibles como fantásticas, o no tanto, en todos los sentidos, como lo fueron aquel exorcista o aquella profecía. El bebé de Rosemary, abordó sin dobleces y sin fisuras el tema y lo presentó ante nosotros como una realidad tan plausible como la de su antagónico Todopoderoso, mil y una veces llevado a la gran pantalla. Resultado magistral, pues uno no puede dejar de verse atrapado en el personaje de Rosemary una y otra vez, en la lucha de este contra lo impepinable y en esa metáfora de una realidad en la que tantas y tantas veces nos vemos envueltos. Polanski lo dejó todo a nuestra imaginación y como ocurre en nuestro devenir diario, si estaba pasando aquello o no, lo decidiríamos nosotros. La decisión sería nuestra, la de si debíamos mecer aquella singular cuna, al tiempo que escuchábamos aquella perturbadora nana, y la responsabilidad… Pues también.

Articulo escrito por nuestro colaborador César Bela

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